Amanecer del 30 de diciembre cayó una pelona de tal categoría sobre
el puente de Tordesillas que la estatua del Toro Vega crió
telarañas; eso decimos cuando las cencellas enmarañan las astas
imponentes del Toro, blanquean sus lomos, dan –si cabe- aún más
relevancia a los pliegues oculares de su testuz, ferozmente
numantinos, y le hace babear iras mirante hacia la curva del Duero y
el Palenque. Sucede muy de tarde entarde.
Nos dedicamos a retratarle concienzudamente porque desbordaba la
belleza de lo fuerte en medio de la nada con sabor a mantequilla,
del dogma en los tiempos de duda, de lo que tiene al cinto siglos de
historia y aguanta impertérrito las dentelladas. Ese montón de metal
somos nosotros y nosotros somos él, y la niebla tan densa como la
mortaja de la duquesa de Sevillano nos funde y confunde a toro y
torneantes en un mismo orbital. Es el Toro Vega, somos los
castellanos, aunque cipayos y gabachos se molesten escuchando la
palabrita.
De tan metafísica manera comenzamos la visita que para cerrar año
solemos hacer en Castronuño a la ganadería de los Hermanos Mayoral,
y de tan metafísica manera la continuamos, porque el Duero mantuvo
aferradas sus nieblas. Soleaba por Valladolid y la Tierra de
Simancas o la de Medina, pero entre Toro y Tordesillas era otro
cantar.
Todo blanco, la noche y la niebla helada habían vestido a cada
cardo, a cada tamariz, a cada carrasca, incluso a cada mirlo, con un
traje blanco de cristales de hielo; lentejuelas hexagonales
imperfectas, todas parecidas pero todas distintas, parecían brillar
a la escasa luz lechosa y verdusca que iluminaba La Carmona.
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Ya en la dehesa, bajamos despacio apartando las retamas heladas y
atentos al menor ruido, tanto para no perturbar al ganado como para
no darnos de bruces con alguna vaca parida o algún bicho enfadado.
Bebemos el silencio mientras nos acercamos a una mano de bueyes que
pacen aislados. Suena una esquililla que más parece la del santo
viático que la de un changarro, pero no nos engañamos; el frío y la
nevisca facilitan la transmisión del sonido de modo que lo que se
escuchas puede proceder de focos lejanos; además, afina el timbre.
Nos han visto. Saben que no traemos rancho. Nos ignoran excepto uno
berrendo en negro salpicado capuchón, grandullón de largas patas,
que se acerca.
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Prepárate para correr. Dice Jose carpita.
No hace falta, debe ser el guardia de puertas porque nos reconoce,
gira y regresa a la vaguada diluyéndose en la niebla.
Más adelante para una mano de “limusines” y entre ellos, una vaca
jabonera sucia a la que los años han encendido el rojo de su pelo;
va herrada con la llave tordesillana de Valdegalindo; ella y
tres congéneres es lo que queda de los jaboneros tordesillanos de
los Puertas procedentes de D. Baldomero Villarroel; “puro Veragua”,
que decía Eduardo, el vaquero de Villalar, al pie de un verdejo en
la calle de San Antón mientras levantaba el índice como San Pedro.
Otra pieza de nuestro patrimonio perdida, camina en hilera con las
limusinas; ha amansado; antaño estas señoritas no permitían la menor
familiaridad, hogaño pasan de todo, tal vez por intuir que el
destino del choto que la preña será el matadero municipal de
Salamanca y no las talanqueras de Ciudad Rodrigo. Parece que todo da
igual, estas jaboneras habitaban el curso final del Zapardiel, el
territorio de la bravura y aquellos prados valían una fortuna desde
el siglo XVI; hoy se pudren esperando la limosna de una subvención
-sin PAC nada existe- y temblando ante la siguiente melonada que se
les ocurrirá a los agrícolas de Bruselas. Hay quien dice a modo de
broma que la ministra fulanita va a proponer vacunar contra la
tuberculosis, la lengua azul y alguna enfermedad más… ¡a los
ganaderos!. Pretende evitar así posibles contagios al ganado.
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La torada anda revuelta y no por el lobo, que este año parece estar
más pacífico, sino porque con -5ºC a eso del mediodía, es necesario
comer. Si se miran las astas con detenimiento, son de color rojo,
blanco y con los rodetes muy relevantes; es el frío intenso quien
fuerza a amover la sangre donde más falta hace.
Los pelos de invierno confieren empaque a unos erales y utreros
serios pese a estar encornados con poco aparato; lo que les falta de
pala les sobra de gravedad en la mirada. Cosa de 16 ó 18 bichos se
juntan en los comederos mientras un poco más arriba, dominando la
pendiente, el semental y su dos escuderos nos piden el carnet
resoplando, se mueven inquietos porque no nos conocen y sobre todo,
porque el todoterreno del pienso no obra como de costumbre.
¡Qué duros son!. A pelo en plena meseta de hielo; sin una encina,
algún hoyo o por lo menos repliegue del terreno que sirva de
cortavientos cuando sopla del naciente ... No hay nada. Si les
miras, enseguida concluyes que estas ante un ente diferente que
funciona con patrones diferentes; hasta parecen haber superado a
Darwin, pues les trae sin el menor cuidado adaptarse al medio, sólo
rigen sus reglas escritas por la diosa Lisa, la de ojos de fuego y
culebras por cabellera. Pueden perder un asta, puede partírseles un
pitón, pueden tener quebrada la rodilla o la pezuña en carne viva;
deberían huir para maximizar su probabilidad de
adaptación/supervivencia; y sin embargo, atacan como templarios aún
a rastras o dejando un reguero de sangre. Si son bravos, Lisa les
inmunizará contra el dolor, sólo sentirán deseo de atacar y
destruir; y ahí están entre la bruma, impertérritos.
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No podíamos marchar sin ver la señorial vacada de los Mayoral. ¡Vaya
bichos!. Grandísimas, negras mulatas y tostadas, descubren varias
configuraciones, desde lo ibarreño hasta lo atanasio.
Tienen años, que es calidad necesaria para que los chotos salgan
cuajados; y están bien alimentadas, que en esta época es milagroso.
¿Cuántos esqueletos voladores vemos por esas dehesas de Dios?, pues
éstas están lucidísimas, lo que a la larga se nota en sus
descendientes.
Cerramos la mañana arreglando al mundo al pie de un vaso en
Castronuño y pidiendo opiniones sobre el nuevo “reglamento de
espectáculos taurinos” –que no se llamará así- mandado hacer por la
junta del Patronato del Toro de la Vega; ya que el actual es
inservible y de toros corridos saben los ganaderos, los cortadores,
los atalancados, los caballistas .. y en fin, la gente que da al
toro un uso ceremonial, ellos son quienes deben señalar el
articulado de acuerdo con la costumbre, la necesidad y la opinión
del usuario.
A las dos de la tarde seguía helando y no levantaba la niebla.
Apuramos el vaso deseándonos un mejor año 17 que el pasado nefasto
16, pero sobre todo deseándonos seguir siendo nosotros, seguir
siendo torovegas.
Jose Luis
Mayoral subió al coche y se perdió en la niebla con un: “Nos
veremos en las talanqueras”.
Si Dios
quiere, nos veremos en las talanqueras.
